Mientras todos nos esforzamos por aplanar la curva epidemiológica del COVID-19, lo opuesto a un “aplanamiento” podría suceder en la economía global pospandemia. Esta situación ha provocado angustia en China, el mayor beneficiario de la globalización y una economía “plana” y sin fronteras que Thomas Friedman describió en su libro “The World is Flat” (La Tierra es plana).
Apenas en 2010, Estados Unidos y China estaban en el mismo nivel en lo que a manufactura se refiere, pero China rápidamente lo sobrepasó. El país asiático ahora utiliza una fuerza laboral de cerca de 130 millones de elementos para exportar productos por un valor cercano a los 2,000 millones de dólares.
A medida que el alcance global de la manufactura china se expandió, también lo hicieron sus sueños de ser una potencia mundial, trayectoria que no se ha visto libre de fricciones. Así lo demuestra la reciente guerra de aranceles entre China y Estados Unidos.
La actual crisis del COVID-19 dejó expuestas las amplias fisuras en la relación comercial entre ambos países y la dependencia, en gran o total medida, de los negocios para abastecerse de China, los cuales se estancaron conforme la pandemia se propagó.
Pese a lo trágico de esta crisis, se presenta la oportunidad de concebir un futuro alterno. Por razones puramente económicas y estratégicas, los negocios de América del Norte y Europa deberían esmerarse en crear una alternativa regional viable al monopolio manufacturero de China.
México se encuentra bien posicionado y tiene muchas ventajas para asumir el papel de líder y aprovechar esta oportunidad.
Dado que la población de América Latina ronda los 650 millones de habitantes, resulta muy posible que México pueda impulsar la región reuniendo entre 50 y 100 millones de trabajadores. A nivel regional representa una gran oportunidad para los trabajadores jóvenes y prósperos de la clase media de América Latina, y de México en particular, dadas su históricas limitaciones laborales: una tasa de empleo informal cercana al 57 por ciento.