¿Qué hubiera pasado?
El amago arancelario sobre las manufacturas mexicanas de junio pasado erizó el cabello de muchos industriales en la nación, y dibujó un escenario apocalíptico para la economía de un país acostumbrado a tener en su frontera norte al mayor consumidor de productos manufacturados del mundo, una nación que engulle todo lo que podamos fabricar y siempre hambrienta.
La medida amenazaba la generación de un tsunami de consecuencias imprevisibles incluso a nivel de calle, con escenarios de cierre de plantas, alza en desempleo y problemas de tensión social y de seguridad.
Ahora sabemos que no sucedió. Y aunque la espada de Damocles aún pende sobre nuestras cabezas y sigamos en modo ultimátum apurando los 45 días de gracia dados, respiramos aliviados al ver cómo el peligro se alejaba en espera de hechos.
Leer más: Principales productos que México vende y compra a Estados Unidos
Lo cierto es que nos dieron un susto de muerte. Y creo que sí somos conscientes del riesgo, pero no tanto de la oportunidad que nos dieron. Como tantas y tantas otras oportunidades que ha tenido nuestro país desde hace años, ésta no la podemos dejar pasar. Dejamos pasar tipos de cambio favorables para desarrollar una base sólida de proveeduría nacional. Dejamos pasar un río de oro en forma de inversión extranjera directa y no repartimos adecuadamente la riqueza. Dejamos pasar que la economía mexicana es una de las más abiertas del mundo y seguimos apostando todos nuestros huevitos a la misma canasta y no miramos otros destinos.
Hemos seguido sistemáticamente el camino del mínimo esfuerzo y no hemos abordado las reformas estructurales que el país necesita para seguir siendo competitivo en un entorno global turbulento. El susto que nos dieron debería espolearnos cual caballo andaluz hacia la transformación digital, única fuerza de cambio que nos puede ayudar como nación a dar el salto cualitativo que necesita nuestra manufactura. No hacerlo, y seguir arrastrando los déficits del pasado, como infraestructuras ineficientes, caminos inseguros, aduanas saturadas, energía y comunicaciones carísimas y ausencia de ferrocarril, entre otros, producirá un lento declive en favor de países cuyas manufacturas sean más eficientes no sólo por el bajo costo de su mano de obra, sino por su elevado grado de digitalización. Corremos el riesgo de devenir un país insignificante en el escenario industrial digital global y eso, siendo un país cuyo producto interior bruto depende de un 20% de la industria de manufactura, es un riesgo que, simplemente, no podemos permitirnos.